A pesar de ser zambo y de llamarse López, quería parecerse cada vez menos a un zaguero deAlianza Lima y cada vez más a un rubio de Filadelfia. La vida se encargó de enseñarle que siquería triunfar en una ciudad colonial más valía saltar las etapas intermediarias y ser antes que un blanquito de acá un gringo de allá. Toda su tarea en los años que lo conocí consistió endeslopizarse y deszambarselo más pronto posible y en americanizarse antes de que le cayera elhuaico y lo convirtiera para siempre, digamos, en un portero de banco o en un chofer de colectivo.Tuvo que empezar por matar al peruano que había en él y por coger algo de cada gringo queconoció. Con el botín se compuso una nueva persona, un ser hecho de retazos, que no era ni zamboni gringo, el resultado de un cruce contranatura,algo que su vehemencia hizo derivar, para sudesgracia, de sueño rosado a pesadilla infernal.Pero no anticipemos. Precisemos que se llamaba Roberto, que años después se le conoció por Boby, pero que en los últimos documentos oficiales figura con el nombre de Bob. En suascensión vertiginosa hacia la nada fue perdiendo en cada etapa una sílaba de su nombre.Todo empezó la tarde en que un grupo deblanquiñosos jugábamos con una pelota en la plaza Bolognesi. Era la época de las vacaciones escolares y los muchachos que vivíamos en loschalets vecinos, hombres y mujeres, nos reuníamos allí para hacer algo con esas interminablestardes de verano. Roberto iba también a la plaza, a pesar de estudiar en un colegio fiscal y de novivir en chalet sino en el último callejón que quedaba en el barrio. Iba aver jugar a las muchachasy a ser saludado por algún blanquito que lo había visto crecer en esas calles y sabía que era hijo dela lavandera.Pero en realidad, como todos nosotros, iba para ver a Queca. Todos estábamos enamoradosde Queca, que ya llevaba dos años siendo elegida reina en las representaciones de fin de curso.Queca no estudiaba con las monjas alemanas del Santa Ursula, ni con lasnorteamericanas del VillaMaría, sino con las españolas de la Reparación, pero eso nos tenía sin cuidado, así como que su padre fuera un empleadito que iba a trabajar en ómnibus o que su casa tuviera un solo piso ygeranios en lugar de rosas. Lo que contaba entonces era su tez capulí, sus ojos verdes, su melenacastaña, su manera de correr, de reír, de saltar y sus invencibles piernas, siempre descubiertasydoradas y que con el tiempo serían legendarias.Roberto iba solo a verla jugar, pues ni los mozos que venían de otros barrios de MirafloresIy más tarde de San Isidro y de Barranco lograban atraer su atención. Peluca Rodríguez se lanzóuna vez de la rama más alta de un ficus, Lucas de Tramontana vino en una reluciente moto quetenía ocho faros, el chancho Gómez le rompió la nariz a un heladero que seatrevió a silbamos,Armando Wolff estrenó varios ternos de lanilla y hasta se puso corbata de mariposa. Pero noobtuvieron el menor favor de Queca. Queca no le hacía caso a nadie, le gustaba conversar contodos, correr, brincar, reír, jugar al vóleibol y dejar al anochecer a esa banda de adolescentessumidos en profundas tristezas sexuales que solo la mano caritativa, entre las sábanasblancas,consolaba.Fue una fatídica bola la que alguien arrojó esa tarde y que Queca no llegó a alcanzar y querodó hacia la banca donde Roberto, solitario, observaba. ¡Era la ocasión que esperaba desde hacíatanto tiempo! De un salto aterrizó en el césped, gateó entre los macizos de flores, salto el seto degranadilla, metió los pies en una acequia y atrapó la pelota que estaba a punto de terminar en lasruedas de unauto. Pero cuando se la alcanzaba, Queca, que estiraba ya las manos, pareció cambiar de lente, observar algo que nunca había mirado, un ser retaco, oscuro, bembudo y de peloensortijado, algo que tampoco le era desconocido, que había tal vez visto como veía todos los díaslas bancas o los ficus, y entonces se apartó aterrorizada.Roberto no olvidó nunca la frase que pronunció Queca al alejarse a...
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