tramontana
Lo vi una sola vez en Boceado, el cabaret de moda en Barcelona, pocas horas antes de
su mala muerte. Estaba acosado por una pandilla de jóvenes suecos que trataban de
llevárselo a las dos de la madrugada para terminar la fiesta en Cadaqués. Eran once, y
costaba trabajo distinguirlos, porque los hombres y las mujeres parecían iguales: bellos,
de caderas estrechas ylargas cabelleras doradas. Él no debía ser mayor de veinte años.
Tenía la cabeza cubierta de rizos empavonados, el cutis cetrino y terso de los caribes
acostumbrados por sus mamas a caminar por la sombra, y una mirada árabe como para
trastornar a las suecas, y tal vez a varios de los suecos. Lo habían sentado en el
mostrador como a un muñeco de ventrílocuo, y le cantaban cancionesde moda
acompañándose con las palmas, para convencerlo de que se fuera con ellos. Él,
aterrorizado, les explicaba sus motivos. Alguien intervino a gritos para exigir que lo
dejaran en paz, y uno de los suecos se le enfrentó muerto de risa.
— Es nuestro — gritó—. Nos lo encontramos en el cajón de la basura.
Yo había entrado poco antes con un grupo de amigos después del últimoconcierto que
dio David Oistrakh en el Palau de la Música, y se me erizó la piel con la incredulidad de
los suecos. Pues los motivos del chico eran sagrados. Había vivido en Cadaqués hasta el
verano anterior, donde lo contrataron para cantar canciones de las Antillas en una
cantina de moda, hasta que lo derrotó la tramontana. Logró escapar al segundo día con
la decisión de novolver nunca, con tramontana o sin ella, seguro de que si volvía alguna
vez lo esperaba la muerte. Era una certidumbre caribe que no podía ser entendida por
una banda de nórdicos racionalistas, enardecidos por el verano y por los duros vinos
catalanes de aquel tiempo, que sembraban ideas desaforadas en el corazón.
Yo lo entendía como nadie. Cadaqués era uno de los pueblos más bellosde la Costa
Brava, y también el mejor conservado. Esto se debía en parte a que la carretera de
acceso era una cornisa estrecha y retorcida al borde de un abismo sin fondo, donde había
que tener el alma muy bien puesta para conducir a más de cincuenta kilómetros por
hora. Las casas de siempre eran blancas y bajas, con el estilo tradicional de las aldeas de
pescadores delMediterráneo. Las nuevas eran construidas por arquitectos de renombre
que habían respetado la armonía original. En verano, cuando el calor parecía venir de los
desiertos africanos de la acera de enfrente, Cadaqués se convertía en una Babel infernal,
con turistas de toda Europa que durante tres meses les disputaban su paraíso a los
nativos y a los forasteros que habían tenido la suerte decomprar una casa a buen precio
cuando todavía era posible. Sin embargo, en primavera y otoño, que eran las épocas en
que Cadaqués resultaba más deseable, nadie dejaba de pensar con temor en la
tramontana, un viento de tierra inclemente y tenaz, que según piensan los nativos y
algunos escritores escarmentados, lleva consigo los gérmenes de la locura.
Hace unos quince años yo erauno de sus visitantes asiduos, hasta que se atravesó la
tramontana en nuestras vidas. La sentí antes de que llegara, un domingo a la hora de la
siesta, con el presagio inexplicable de que algo iba a pasar. Se me bajó el ánimo, me
sentí triste sin causa, y tuve la impresión de que mis hijos, entonces menores de diez
años, me seguían por la casa con miradas hostiles. El portero entrópoco después con
una caja de herramientas y unas sogas marinas para asegurar puertas y ventanas, y no
se sorprendió de mi postración.
— Es la tramontana — me dijo—. Antes de una hora estará aquí.
Era un antiguo hombre de mar, muy viejo, que conservaba del oficio el chaquetón
impermeable, la gorra y la cachimba, y la piel achicharrada por las sales del mundo. En
sus horas...
Regístrate para leer el documento completo.