secreto de los flamencos
EL SECRETO DE LOS FLAMENCOS
FEDERICO ANDAHAZI
EDITORIAL PLANETA, S.A.
Primera Edición, Enero 2002
Portada por Aída Poppo
Impreso en Argentina
Para Aída
Para Verita
I
ROJO BERMELLÓN
I
Una bruma roja cubría Florencia. Desde el Forte da Basso hasta el de Belvedere, desde la Porta al Prato hasta la Romana. Como si estuviese sostenida por las gruesasmurallas que rodeaban la ciudad, una cúpula de nubes rojas traslucía los albores del nuevo día. Todo era rojo debajo de aquel vitral de niebla carmín, semejante al del rosetón de la iglesia de Santa María del Fiore. La carne de los corderos abiertos al medio que se exhibían verticales en el mercado y la lengua de los perros famélicos lamiendo los charcos de sangre al pie de las reses colgadas;las tejas del Ponte Vecchio y los ladrillos desnudos del Ponte alie Grazie, las gargantas crispadas de los vendedores ambulantes y las narices entumecidas de los viandantes, todo era de un rojo encarnado, aún más rojo que el de su roja naturaleza.
Más allá, remontando la ribera del Arno hacia la Via della Fonderia, una modesta procesión arrastraba los pies entre las hojas secas del rincón másoculto del viejo cementerio. Lejos de los monumentales mausoleos, al otro lado del pinar que separaba los panteones patricios del raso erial sembrado de cruces enclenques y lápidas torcidas, tres hombres doblegados por la congoja más que por el peso exiguo del féretro desvencijado que llevaban en vilo avanzaban lentamente hacia el foso recién excavado por los sepultureros. Quien presidía elcortejo, cargando él solo con el extremo delantero del ataúd, era el maestro Francesco Monterga, quizá el más renombrado de los pintores que estaban bajo el mecenazgo, bastante poco generoso por cierto, del duque de Volterra. Detrás de él, uno a cada lado, caminaban pesadamente sus propios discípulos, Giovanni Dinunzio y Hubert van der Hans. Y finalmente, cerrando el cortejo, con los dedos enlazadosdelante del pecho, iban dos religiosos, el abate Tomasso Verani y el prior Severo Setimio.
El muerto era Pietro della Chiesa, el discípulo más joven del maestro Monterga. La Compagnia della Misericordia había costeado los módicos gastos del entierro, habida cuenta de que el difunto no tenía familia. En efecto, tal como testimoniaba su apellido, Della Chiesa, había sido dejado en los brazos de Dioscuando, a los pocos días de nacer, lo abandonaron en la puerta de la iglesia de Santa María Novella. Tomasso Verani, el cura que encontró el pequeño cuerpo morado por el frío y muy enfermo, el que le administró los primeros sacramentos, era el mismo que ahora, dieciséis años después, con un murmullo breve y monocorde, le auguraba un rápido tránsito hacia el Reino de los Cielos.
El ataúd estabahecho con madera de álamo, y por entre sus juntas empezaba a escapar el hedor nauseabundo de la descomposición ya entrada en días. De modo que el otro religioso, con una mirada imperativa, conminó al cura a que se ahorrara los pasajes más superfluos de la oración; fue un trámite expeditivo que concluyó con un prematuro «amén». Inmediatamente, el prior Severo Setimio ordenó a los sepultureros queterminaran de hacer su trabajo.
A juzgar por su expresión, se hubiera dicho que Francesco Monterga estaba profundamente desconsolado e incrédulo frente al estremecedor espectáculo que ofrecía la resuelta indiferencia de los enterradores.
Cinco días después de su súbita e inesperada desaparición, el cadáver de Pietro della Chiesa había sido hallado extramuros, en un depósito de leña nolejos de la villa donde residían los aldeanos del Castello Corsini. Presentaba la apariencia de la escultura de Adonis que hubiese sido violentamente derribada de su pedestal. Estaba completamente desnudo, yerto y boca abajo. La piel blanca, tirante y salpicada de hematomas, le proporcionaba una materialidad semejante a la del mármol. En vida, había sido un joven de una belleza infrecuente; y...
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